Una de las primeras impresiones que se llevan los visitantes extranjeros de Arequipa es lo blanca que son las paredes de sus edificios más importantes y antiguos, lo que le ha valido a que se le conozca como la “Ciudad Blanca”.
La primera impresión que se toma es que los edificios religiosos están construidos de mármol y las casas de piedra caliza, pero luego conocemos la verdad: están hechas de sillar, un tipo de roca volcánica blanca extraída de las canteras de los volcanes Misti y Chachani, monumentos naturales que se yerguen vigilantes sobre el horizonte serrano.
Esta costumbre no ha sido heredara de los españoles, como se ha pensado hasta hace poco. Los antiguos habitantes del valle del río Chili, que cruza la actual Arequipa, ya manejaban las técnicas de manejo de las canteras del sillar mucho antes de la llegada de los españoles.
Al inicio de la conquista española, los colonizadores trajeron sus propios implementos para construir sus edificios de acuerdo a las técnicas que conocían, como el adobe, piedra y madera; e intentaron prohibir el uso del sillar en las iglesias públicas. Sin embargo, el terremoto de 1582 y las dificultades encontradas por los albañiles españoles para reconstruir la ciudad a la manera antigua hizo que se hicieran mano del sillar para adaptarlo a sus gustos barrocos.
Un gran ejemplo de ello es la construcción de la iglesia de la Compañía de Jesús, hecha totalmente en sillar con estilo barroco europeo, iniciada en 1595 y concluida en 1698.
El sillar arequipeño se le puede encontrar en varias tonalidades que van desde el blanco radiante, utilizado principalmente en edificios religiosos, y el gris cenizo, utilizado en las casas antiguas. A pesar de su inicial rechazo, pronto fue el preferido de los escultores españoles, ya que la porosidad de su composición hizo que fuera realmente sencillo esculpir detalles en ella.
Para proteger a la ciudad de los terremotos, los albañiles combinaron las técnicas incaicas con sus conocimientos, prefiriendo la construcción de fincas de un solo piso, de paredes gruesas y techos con forma de bóveda, desechándose la costumbre europea de los techos a dos aguas, que no ofrecían mucha resistencia ante los movimientos telúricos. La conocida “lluvia de tejas” del terremoto de 1604 fue el punto de partida en el cual los techos arequipeños comenzaron a tener un sistema de drenajes para eliminar el agua empozada de las lluvias.
En la actualidad, la casona típica arequipeña, hecha de este material, ha caído en desuso para darle paso a las contrucciones de material noble, pero la zona monumental de la ciudad se ha mantenido intacta, ya que para los arequipeños, el sillar es un factor de su identidad.